Esta intransigente
realidad nos tiene absurdamente acostumbrados a contabilizar, medir,
cuantificar... cada aspecto de la vida, sin dejar lugar a la
incertidumbre ni tolerar las desviaciones de rumbo. Contar, recontar,
enumerar, computar cada variable, cada exhalación.
Esta intolerante
materialidad objetivada da luz a nuestro camino. De hecho, oscurece
el resto de senderos. En esta deriva enumeradora, es necesario
plantear de qué manera se puede justificar con una cifra, por
ejemplo, el dolor de una madre y un padre en el justo momento en que
sus hijas o/e hijos tienen que partir, obligados, a otra tierra en búsqueda
de las oportunidades que la suya no supo ofrecerles. ¿Cómo
podríamos medir eso? Es evidente que la prima de riesgo no ofrece
una respuesta de garantía. Quizá sí tendríamos la oportunidad de
medir el volumen de la masa de lágrimas que se deslizarán por los
carrillos de esos padres; o bien podemos armarnos de un compás y una
regla, echar un par de cuentas y por fin, así sí, tendremos el
tamaño exacto del nudo de sus gargantas.
¿Y los amigos que no
tuvieron la ocasión? ¿Y los amantes que no se dieron todo cuando
debieron hacerlo?, ¿no merecen ellos no verse precipitados a las
despedidas? ¿Cómo cuantificamos todo esto? No nos vale que haya
subido la bolsa en Tokio, Wall Street o Milán. Tampoco nos sirve lo
que esté pasando en esa paralela realidad del Ibex, porcentajes,
gráficos, flechas en rojo y en verde.
¿Y los que ya se fueron y
no ven un futuro cierto en su casa? Puede que sí hallemos en este
caso la magnitud: nostalgia; y su unidad básica de medida: el trago.
El trago de melancolía. El trago de añoranza. Y con probabilidad,
los que marcharon entiendan que posiblemente su casa ya es ese lugar,
y que ni las embestidas de la morriña les hará regresar por temor
al desasosiego.
Quizá nunca vuelvan los
migrantes. ¿Cuál es la variable que nos va a revelar el coste de la
soledad? Desde luego no lo hará el precio del billete de avión
rumbo a su nueva vida, ni el tiempo perdido en las escalas.
Probablemente se podrán echar cuentas de los anhelos, suspiros,
aflicciones... e incluso podremos cronometrar los minutos, horas,
años que duran las amarguras.
Quizá nunca retornen los
migrantes. Aunque sea matemáticamente imposible la medición de los
estragos que causan los hasta pronto,
parece razonable pensar que, ni siquiera en un pueblo tan
históricamente encamado con las migraciones como el español,
dejaremos de intentar darle una medida a la vida.
Quizá
nunca regresen los migrantes, pero si lo hacéis, bienvenidos.
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